El pasado 22 junio, una decena de alcaldes de la comarca de la Mancha Alta acudieron a la llamada de Carmen Barco, la secretaria del Ayuntamiento de Villar de Cañas (Cuenca), y de otros tres municipios de la zona. Ella, que ganó su oposición en los noventa, se ha transformado en una experta en centrales y cementerios nucleares. De ella partió la idea de instalar uno en su pueblo. Lleva diez años sin parar de convencer a sus vecinos, empezando por el alcalde, José Sáiz, a quien no solo ha persuadido sino que sustituye en su asiento cuando encarta.
A las 11.30 de la mañana de aquel caluroso lunes de principios de verano estaban —como ella quería— reunidos los regidores “con Arturo, el representante de Enresa”. La empresa pública española que gestiona los residuos nucleares, cuenta con una sede en el municipio manchego donde —si la polémica desatada esta semana no lo impide— se construirá un basurero de residuos procedentes de las siete centrales nucleares de España.
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La veintena de pueblos afectados se debate entre argumentos a favor y en contra expresados por técnicos e ingenieros y sus informes y notas aclaratorias que salen y entran oportunamente de los cajones de los políticos y las Administraciones competentes, como el Consejo de Seguridad Nuclear. Pero en última instancia todo se reduce a una cuestión económica. Los pueblos tienen que apostar por un modelo de desarrollo industrial-nuclear, “con turismo científico, congresos, convenios y subvenciones que permitirán realizar residencias de ancianos de última generación para exportar modelos a Europa”, en palabras de Carmen Barco. O agropecuario y turístico. “Reivindicando los productos y el modo de vida de la zona como un atractivo”, como defiende María Andrés, cabrera y portavoz de la plataforma anti-ATC. El Estado, por su parte, tendrá que ver cómo supera las dificultades de esos suelos de yeso que, según algunos estudios, requieren costosos revestimientos.
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